Compartimos con ustedes un relato muy interesante de un papá de un niño con discapacidad intelectual. Una mirada realista, profunda y sin eufemismos.
Autor: Juan Fraguerio.
Fuente: Revista Recovecos.
Fuente: Revista Recovecos.
Hace 7 años, mientras esperaba el nacimiento de Joaquín, proyecté en él muchas expectativas de padre primerizo: iría al Colegio Nacional de Monserrat, sería díscolo, valiente, cobarde, ambicioso, inteligente, mujeriego, le gustaría el buen cine independiente... igual que el padre. Amo a Joaquín, mi hijo que no irá al Monserrat, será díscolo, valiente, no será cobarde, no será ambicioso pero sí solidario, es inteligente (creo que es alguito mujeriego, según sabemos en su Jardín de Infantes) y le fascinan las películas de Disney... Joaquín tiene síndrome de Down y entiende mis momentos de melancolía, como cuando el sábado pasado, después de la fiesta por las Bodas de Plata de egresados, me abrazó y me pidió la medalla de plata (“Me la regalás, pá? vos usá la corbata”)... el largo abrazo de mi hijo me permitió llorar como si en esta fiesta de los 25 años la alegría y la tristeza fueran la misma sensación mixturada en una extraña melancolía que aún perdura. Desde el primer minuto de su nacimiento, Joaquín fue motivo de aprendizaje: cuando la enfermera (gorda empleada pública) que atinadamente interrumpió la estúpida disertación teológico-científica del médico tratando de excusarse y casi culpando a Dios (¿?) del acontecimiento, me dijo: “este niño necesita amor, papá”, aprendí a simplificar mi estúpida visión de la condición humana.
Después vendrían las peleas con el médico auditor en la Obra Social que cada año insistía en pedirme “una constancia donde se acredite que Joaquín sigue siendo un niño con Síndrome de Down” (por Tutatis que es cierto !!!), las amansadoras para obtener el certificado de discapacidad otorgado por hospitales públicos y para lo que dan turnos a “seis meses” !!! Los encuentros casuales con padres en igual situación y con mil posiciones diferentes a la nuestra (algunos todavía insisten en ocultar la condición del niño Down); o gente común que entre góndolas o vidrieras sienten una legítima pero inútil lástima hacia el pequeño. En una de las visitas semanales a la clínica en la que trabaja su integradora y psicomotricista, mientras caminábamos por los pasillos, unas señoras en la sala de espera dicen casi en un murmullo “pobrecito!” Joaquín nota mi fastidio y se lo explico: “Vos no sos un pobrecito, cuando escuches eso tenés que responder que tenés juguetes, papá, mamá, hermanitas y que sos un nene feliz”. En la siguiente visita, otras mujeres le dicen “Hola bonito” y Joaquín casi se las come vivas “No Joaquín, esta vez no, salúdalas y agradéceles”. Cada actividad que comparto con Joaquín, es un nuevo y sensacional experimento de cómo funcionamos las bestias sociales... y es impactante notar que su inocencia y generosidad, su estado de gracia permanente, pueden ser modificadas por nuestros propios prejuicios.
Desde muy pequeño empezamos a escribirle en un libro, con mil páginas en blanco, las sensaciones, emociones y sus avances diarios. Con el tiempo, ese mamotreto de papeles se convirtió en un refugio de esfuerzos, en un anecdotario para que él los considere cuando sea mayor y quizás comprenda lo difícil que resulta poner en práctica palabras altisonantes: integración, aceptación, normalidad, capacidades diferentes. Aprendimos, toda la familia tuvo que hacerlo, que los plazos ya no serían inmediatos, que las metas se colocan en función de la persona y no de los acelerados y breves tiempos modernos; todo es mucho más lento, pero la práctica nos demuestra que la simpleza de una palabra nueva, de un nuevo hábito aprendido, por ejemplo, es similar a la victoria de un ejército prusiano.
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