La nueva serie de televisión Mental, encabezada por un psiquiatra medio tonto que juega a hacerse el loco, anda preguntando quién es normal. Se nota que no es un producto made in Argentina. Aquí, hasta los chicos sabrían la respuesta: nadie es normal. O, mejor dicho, lo normal en este país es ser anormal, un poco freak, uno bastante enajenado. Eso sí: bien empastillado y con abultada experiencia psi a cuestas.
Nueve millones de argentinos –entre el 15 y el 20 por ciento de la población– sufren trastornos de ansiedad o depresión. De ellos, dos millones se hacen lugar dentro de la categoría “trastorno de ansiedad generalizada”, lo que significa que no se pueden dormir a la noche ni logran prestar atención en el trabajo, que padecen fatiga y contracturas musculares, que viven irritados consigo y con el mundo. El 7 por ciento que se recuesta sobre la depresión, en tanto, no va a llorar ni a la iglesia.
Todos se tragan sus cuitas con un puñado de pastillas de colores, una charla con un amigo y, si el bolsillo da, una visita semanal al analista en combinación con alguna disciplina oriental a la moda. Todos siguen con sus asuntos como si nada. OK, pero ¿será normal estar loco?
Los números indican que sí. Según datos del INDEC, la industria farmacéutica no tiene de qué quejarse en
A fuerza de bocinazos y tránsito desaforado, el empastillamiento crece en las ciudades. Buenos Aires, obvio, sobresale en el ranking. Uno de cada seis porteños toma psicofármacos, una proporción mayor que la que se registra en San Pablo, Brasil, o en las grandes capitales europeas.
Del lado de la oferta también se constata que la locura es argentina. En el país existen 51.200 psicólogos en actividad, de los cuales la mitad aproximadamente trabaja en la ciudad de Buenos Aires, según los investigadores Modesto Alonso y Paulo Gago, de
Pero lo que más asombra es la relación entre la cantidad de profesionales psi y los ciudadanos comunes y corrientes. En
Pero no hace falta recurrir a los números para tomarle el pulso a la salud mental del ciudadano medio. Es posible ver sacados en todas partes: la cola del cajero automático a principios de mes, el supermercado cuando hay descuentos con tarjeta de crédito, la guardia de los hospitales hoy, los taxistas siempre.
Gracias a los mensajes esquizofrenizantes que nos bombardean a diario, los argentinos estamos bien entrenados para el chaleco de fuerza. Por ejemplo: la propuesta de que millones de personas voten por candidatos que avisaron que no desean asumir los cargos a los que se postulan, ¿no es de locos? Que te destrocen las calles de tu barrio cada dos cuadras al mismo tiempo que ostentan el eslogan “Haciendo Buenos Aires”, ¿no te quema la cabeza?
De todos modos, lo verdaderamente argentino de nuestra locura es que le atribuimos siempre al afuera –la crisis económica, el jefe de turno– la razón de nuestras angustias. Y, simultáneamente, buscamos causas subjetivas para todo acontecer social negativo.
Cuando Alfredo De Angeli instó a que los patrones de campo les dijeran a los peones cómo votar, Bussi no le constestó políticamente, sino que diagnosticó que el mellizo tiene un problema de narcisismo mal resuelto y lo mandó al psicólogo.
Como dice Valeria Schapira en su nuevo libro (
Hay algo de época y otro poco de idiosincrasia en el asunto. La exigencia social de eficacia permanente y la velocidad de los tiempos online combinan bien con el ser nacional, tan habituado a vivir a los saltos que se deprime si no pasa nada.
Parece que los argentinos no podemos vivir sin las crisis. La taquicardia es nuestro ritmo natural. La melancolía, nuestro sustento. En vez de buscar la razón de la chifladura argenta, asumamos que el raye es nuestra forma normal de estar en este mundo. Las pastillas, agradezcámoslo, sólo nos ayudan a disimularlo.
Fuente: Critica Digital
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