La repercusión del caso de Huinca Renancó generó en la sociedad diversas posturas y opiniones. Transcribimos a continuación la reflexión sobre el tema de Lucía Garay, psicopedagoga y analista institucional.
Redacción de la Voz del Interior
Recurrir a la Justicia para dirimir conflictos en el campo escolar producidos por necesidades y demandas escolares insatisfechas, es un emergente de procesos disruptivos, sociales e institucionales, que, desde hace mucho, están sucediendo. Así, un hecho como el de Huinca Renancó, se convierte en una válvula de escape o en una alcantarilla de la que brotan peleas y reivindicaciones no escuchadas ni atendidas, discursos desmesurados, actos irreflexivos. Todos los pedidos de amparo judicial para que una escuela rectifique una medida disciplinaria o un resultado académico vienen de los padres; es decir, de algún modo, de la comunidad.
¿Qué le da origen? La sospecha y desconfianza acerca de la calidad profesional y la autoridad de quienes evalúan y deciden: docentes, directivos, supervisores, funcionarios. ¿Es infundada su desconfianza? Quizás en este caso particular sea infundada; pero la representación dominante en la sociedad sobre las escuelas públicas es de deterioro, descomposición, carencias e indisciplina de trabajo. Muchísimos chicos y sus padres sienten, en particular con la secundaria, que hay que lograr a toda costa pasar de año e irse lo antes posible. Repetir de año es un obstáculo que hay que revertir como sea, amparo judicial mediante. Después verán si se deciden a estudiar y aprender. Esto vale para la clase media y alta. Para los pobres la escuela es otra cosa; ellos quieren estar a toda costa. Como una paradoja es a los que más expulsan.
La judicialización pone en escena una pelea entre adultos, padres, docentes, funcionarios, que aparenta fundarse en beneficio del alumno; pero en el fragor de la pelea y sus ecos mediáticos, esta intención se abandona para embarcarse en sus propios problemas; el poder de los padres para imponer su criterio –muchos papás y mamás quieren reivindicar su propia historia escolar de dificultades y fracasos–; docentes que se sienten intimidados y descalificados y que, por eso, reivindican no hacer ni comprometerse pedagógicamente con "los chicos problema"; funcionarios que siempre parecen "desconocer" y llegar tarde con soluciones a los problemas; amparados en una lógica administrativa que esconde su temor a intervenir para no pagar el "costo político".
En medio de la balacera está nuestro, pronto olvidado, jovencito de Huinca. Si un adolescente de 16 ó 17 años, ya no es un niño, debe dar examen de 12 materias, con 12 profesores diferentes, significa que algo muy dramático le está pasando con el aprendizaje, con sus deseos y motivaciones, con sus competencias intelectuales y emocionales para organizarse y estudiar; ni qué decir del desarrollo de su autonomía para relacionarse con los adultos, explicar, peticionar, defender sus derechos. ¿Qué será del futuro de estos jóvenes si algo tan básico y simple como el trabajo escolar no puede hacerlo sin sus padres? Es penoso reconocerlo, pero está en el camino del fracaso educativo que todo el poder social, judicial o económico de sus padres no logrará suplir cuando deba enfrentar la realidad por sí mismo.
No nos engañemos, la judialización de estos problemas educativos no restituye derechos; confirma el fracaso educativo, aunque lo disimula y crea la ilusión de que no existe. Judicializar es la antieducación.
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