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El voto televisivo en la aldea global

A continuación trascribimos la nota de Claudio Fantini publicada en la sección Temas del diario La Voz del Interior del día domingo 27 de mayo. El periodista reflexiona sobre el auge de los realities shows , el papel del ciudadano común, la banalización implicíta, una lectura social muy interesante sobre este fenómeno, hecha desde la crítica y la reflexión.

Posible significado del ciudadano que observa y se pronuncia sobre los protagonistas de “realities shows”, sentenciándolo con su voto a una libertad que implica “inexistencia” y fracaso, o al “éxito” de permanecer en cautiverio.

Los ciudadanos están frente a la escena y votan. Se pronuncian sentenciando a algunos y premiando a otros. Lo curioso es que la sentencia es la libertad, mientras que el premio es continuar en cautiverio. Si las puertas de un encierro se abren, ¿por qué salir equivale a un castigo? ¿Y por qué el enclaustramiento significa un logro, una aprobación? Quizá porque en el reino de la disyuntiva éxito-fracaso, la libertad se extingue como valor. Lo que vale es existir, y sólo se existe en el terreno del éxito, y el éxito está en el encierro convertido en escena; mientras que afuera está el fracaso, o sea la inexistencia.

Frente a la escena, juzgándola y pronunciándose sobre sus protagonistas, a los que hará existir o les bajará el pulgar para que sean devorados por el olvido de la masa expectante, está el extraño ciudadano votante. Este ciudadano, su pronunciamiento salvífico o condenatorio y la extraña escena donde el triunfo está en el claustro observado y no en la libertad posiblemente describan un rasgo de la democracia global, así como el nacimiento del teatro describe la antigua democracia ateniense, porque esa expresión artística fue consecuencia y reflejo de aquella realidad política. La tragedia.
Después de la poesía épica y del canto lírico (el público escuchaba los relatos de Homero y Hesíodo, entre otros, durante las fiestas en honor a Delfos y a Olimpia) apareció en el siglo V a/C., junto con la democracia griega, la tragedia, género cuyo primer autor, Frínico, no ha sobrevivido a los tiempos. Pero luego llegarán los tres grandes, Esquilo, Sófocles y Eurípides con sus obras para tres actores y un coro. El teatro trágico era una repercusión de la democracia en la expresión artística y filosófica, al mismo tiempo que reflejaba y reproducía aquella original forma de organización política de la polis. Una de las pruebas son los festivales teatrales que constituyen el más antiguo antecedente del premio Oscar.

Durante tres días, en el hemiciclo del teatro griego se ponían en escena tres obras de tres autores diferentes. Los actores no eran artistas sino ciudadanos de la polis a los que les tocaba hacer de actores, así como en otras ocasiones les tocaba hacer de magistrados o estrategas o soldados o funcionarios. Y en el público había ciudadanos que constituían un jurado con el deber de votar la mejor obra para que sea premiada.

En la antigua Atenas había ciudadanos pobres, los agricultores y pescadores y artesanos, por ejemplo, quienes a la vez carecían de una adecuada instrucción. Sin embargo, la polis subsidiaba sus entradas para que puedan ver la obra y para que también puedan pronunciarse con su voto para elegir la mejor. Lo maravilloso es que lo que aquel jurado de ciudadanos votaba no era la labor de los actores, sino el contenido de la obra, o sea la temática que abordaba. Y el argumento del teatro trágico siempre tuvo que ver con los profundos abismos de la existencia humana; aquellas inmensas disyuntivas que van atrapando al hombre en circunstancias paradigmáticas.

Por ejemplo, Agamenón debatiéndose entre salvar a Ifigenia, o sacrificarla para calmar a los dioses y que desbloqueen los vientos que hagan navegar la flota que estaba paralizada. O sea, esos grandes dilemas frente a los cuales la decisión adoptada siempre implica una culpa y una condena. Ergo, aquellos ciudadanos que debían observar una escena y se pronunciaban con su voto, debían evaluar y decidir en las profundidades de lo filosófico, sobre la condición humana y sus encrucijadas existenciales. El hecho de que los más humildes hayan integrado también aquellos jurados, y lo hacían con el mismo entusiasmo con que aplaudían a los atletas olímpicos, demuestra que el acceso a la filosofía no depende de un determinado nivel intelectual y cultural, sino de una apetencia espiritual. Acceder o no a la filosofía no es cuestión de ser culto o ignorante, sino de ser profundo o banal. La superficialidad y la banalidad no tienen que ver con el cociente intelectual ni con el nivel cultural.
Por eso, igual que tantos sociólogos y demás "ólogos", los filósofos que cercan el pensamiento en un lenguaje críptico, no hacen más que practicar una mediocridad elitista y excluyente. Muchos de esos "ólogos" y filósofos despotrican, hipócritamente, contra las marginaciones y exclusiones de los débiles, pero ellos son marginadores y excluidores al levantar muros retóricos para volver su ciencia inaccesible. El "reality". La mediocridad petulante de los que hablan y escriben en el lenguaje críptico todo lo que perfectamente puede explicarse en lenguaje transparente es uno de los factores mediocrizadores del hombre contemporáneo. Pero su complicidad con esta tendencia es involuntaria. En cambio, géneros televisivos como el reality show, que constituye un fenómeno a nivel mundial e intercultural, responden más directamente a la intención de construir un ciudadano global empequeñecido en sus aspiraciones de participación.

En su libro Ensayo sobre la ceguera, José Saramago plantea la ceguera como metáfora de la ignorancia impuesta por el poder. Y en la aldea global, el poder constituye una realidad difusa, pero contundente; mientras que la ceguera consiste en dejar de ver lo que importa por centrar la vista en lo que distrae y, además, empequeñece. Por cierto, la distracción y el entretenimiento cumplen una función trascendente, sin la cual el ser humano estallaría o se hundiría en angustias insondables. También los antiguos griegos lo supieron y por eso, además de la tragedia, inventaron la comedia, género en el cual el hombre se ríe de sí mismo y en el que se destacaron autores como Aristófanes.

La distracción y el entretenimiento no son mediocrizadores. Pero el hombre contemporáneo que acepta espiar una intimidad banal y vacía, o sea, el que pone sus ojos en la escena que carece de gracia, y de talento, y de creatividad, y de ingenio, y de todo lo que puede justificar la atención prestada, ese está siendo arrastrado hacia su propia mediocrización. Fijar la vista en el vacío es dejar de ver, como la ceguera que Saramago describe como metáfora de la ignorancia impuesta desde el poder.

En el mundo que las redes de la comunicación globalizaron, el poder está en los medios audiovisuales (o se ejerce en gran medida desde los medios audiovisuales). Por lo tanto, desde ellos se construye un ciudadano con capacidad de decidir y actuar en democracia, o se lo empequeñece hasta volverlo insignificante. El ciudadano sin significación corresponde a una democracia insignificante. La democracia devaluada en la que, como advierte el filósofo y psicoanalista esloveno Slavoj Zizek, el hombre cree que actúa y que influye, pero en realidad se ha vuelto inactivo y sin incidencia en la realidad que lo contiene.
Si aquel ciudadano ateniense que acudía al teatro y votaba sobre argumentos filosóficos y existenciales, reflejaba y reproducía el original sistema político de la antigua polis griega, el actual ciudadano reducido a voyer y jurado de una escena banal y gris está reflejando y reproduciendo algún aspecto de la débil o ficcional democracia de la aldea global.

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